Salí a las 11:00 pm de trabajar. Iba en mi moto pensando en la pésima decisión de haber estudiado contaduría. Mi vida no era más que trabajar. Estaba deprimida.
Me detuve en el semáforo de Mercagán. Y de mi lado derecho estaba un muchacho muy simpático con una caja de cocossette. Lo miré y se estaba limpiando las lágrimas.
El semáforo cambió y crucé la avenida. Llegué a casa, dejé la cartera, tomé algo de efectivo y salí de nuevo. Me acerqué y le pregunté cómo se sentía. Me respondió: «Estoy muy triste. Hoy ha sido el día que más insultos he recibido de la gente».
¿Comiste? «No, no he comido. Gasté lo último que tenía en una llamada para hablar con mamá en Venezuela». Lo miré y le respondí: «No dejes que las circunstancias te dañen el corazón, esto pasará».
Hablamos un rato ese jueves de noviembre. Se llama Carlos Abreu. Me contó que tenía dos meses en Bucaramanga y que 15 días atrás había quedado sin empleo. Solo ejerció su carrera por 6 meses en Venezuela.
¿Qué estudiaste? Me contestó: Soy contador. Allí fui yo la que comenzó a llorar. Ambos lo hacíamos. Le di 20 mil pesos y le pedí que no perdiera la fe. Me agradeció y con respeto me dijo: ¿Te puedo dar un abrazo?Dudé, pero me bajé de la moto y se lo di. Ese día estaba para los dos. Ese abrazo cambió mi vida. Me hizo comprender que era una mujer bendecida. Hace un mes lo volví a ver. Estaba trabajando en restaurante en Cabecera. Le dije ¿te acuerdas de mí? ¡Sí! Tú eres la chica del semáforo.
Lo vi con un mejor semblante, se le notaba tranquilo y así lo constaté cuando me dijo: Estoy feliz porque ahora sí tengo para costear mis gastos y ayudar a mamá en Venezuela.