Llegué a mi casa a almorzar y allí volví a ver a ese chamo catire de ojos verdes. El día anterior le había comprado 3 aguacates por 5 mil pesos. Esta vez lo vi cabizbajo, sentando y con la mirada triste.
Subí al apartamento y desde la ventana comencé a observarlo. Tenía unas cross celestes, un jean desteñido y roto, dos franelas encima y un modesto reloj. A su lado unos 20 aguacates y debajo de ellos el morral azul donde los transporta.
No tenía letreros de venta, carretilla ni la sal con la que los vendedores ambulantes experimentados van vendiendo aguacates. Tampoco tenía bolsas para guardarlos.
Se trata de un muchacho que todos los días cruza la frontera para traer sus aguacates y poder venderlos en Cúcuta.
Detrás de él había dos conchas de cambures, lo único que seguramente había comido en todo el día. Quedó comida del almuerzo así que preparé un plato con algo de pollo y pimentones, caraotas negras guisadas y bastante arroz. Llené de agua bien fría una botella de Gatorade.
Bajé y le dije: oye, acá te traigo algo de comer. Me miró sorprendido y dijo: Vecina, no se moleste. Tome a cambio un aguacate.
Tranquilo, yo te compré tres ayer. Espero que te guste la comida. Sonreí y entré. Subí al apartamento y volví a la ventana. Lo vi disfrutando el arroz con las caraotas. Por último se comió el pollo. Tomó toda su agua y como decimos en Venezuela: dejó el plato limpiecito.
Bajé de nuevo y le regalé una galleta. Me pagó con una gran sonrisa, esas que solo son generadas por la gratitud. Lloré camino al trabajo. Sentí mucha impotencia de solo pensar todo lo que debe pasar ese chamo para vender sus aguacates aquí. Se nota que no es vendedor, nunca lo ha sido y todavía así decidió echarle bolas aquí, sin pedir ni robar a nadie.
¿Cuántas veces al día nos quejamos? ¿Cuántas veces al día dejamos de observar a nuestro alrededor por encerrarnos en nuestro mundo? ¿Cuántas veces al día brindamos a la gente un cumplido, un favor o una sonrisa de buenos días?